Gesell no siempre fue una villa arbolada. De la mano de Carlos Gesell los árboles comenzaron a formar parte de su paisaje luego de largos años y esfuerzos.
Se presentaba a él mismo como “inventor”; ideó todo tipo de cosas, adaptó y mejoró otras: horno eléctrico, generador de energía solar, aparato de refrigeración, soldador automático a aire, tubo de aireación para plantas y el rompeolas. Este espíritu curioso, tesonero y soñador permitió llevar a cabo una gran empresa: convertir kilómetros de médanos en un bosque.
Aquí en Argentina llevó a cabo sus primeros estudios y comenzó con sus inventos. Luego, viajó a EEUU para continuar allí con sus investigaciones y realizar las compras necesarias para el negocio familiar, “Casa Gesell”.
Al visitar a sus padres en Alemania, conoció a Marta Tomys, con quien, luego de 3 semanas se casó para regresar juntos a EEUU, donde Carlos seguiría con sus investigaciones e inventos. Allí nació el primero de sus seis hijos.
Regresó a la Argentina a pedido de su padre para ayudar en los negocios familiares. La empresa en sus comienzos era algo similar a una importadora, que luego se dedicó a la fabricación de artículos para bebés: carritos, cunas, cambiadores, indumentaria, etc. Con su apoyo e inventiva “Casa Gesell” llegó a ser una de las más importantes en su época.
En la convivencia con su familia era bastante particular. No aceptaba que se incluyeran salchichas en la comida, como tampoco alcohol ni tabaco. Los juegos eran una pérdida de tiempo. Las escuelas no eran necesarias, uno podía instruirse mucho mejor en su casa. Se bañaba con agua fría porque estaba convencido de que era lo mejor para la salud. No era partícipe de reuniones sociales, ya que se perdían valiosas horas en las que se podría estar leyendo o elaborando alguna nueva idea.
En 1931, durante unas vacaciones en Mar del Plata, conoció a Héctor Gerrero, gran amante de la naturaleza y propietario de un campo con llegada al mar en el partido de Gral. Madariaga. Es él quien le comenta sobre las plantaciones de pinos que podrían hacerse en la zona y Carlos se interesó. Compró 1.680 hectáreas de sólo médanos, con un frente a la playa de 10 km. El precio no era excesivo y quedó fascinado con el lugar: “una hermosa e infinita playa donde las olas mueren en suave declive y cantidad de gaviotas y caracoles por doquier”. Su hermano y socio en la compañía no pensó lo mismo: -¡¿compraste arena?!- Pero Carlos lo convenció de que de allí obtendrían la madera para la fábrica.
Su primera llegada al lugar fue con la ayuda de varios caballos que por momentos iban con el agua hasta el pecho atravesando los pajonales. Cuando hallaron el predio, plantaron los árboles y un hombre quedó a cargo de ellos, viviendo en carpa. El regreso al día siguiente tampoco fue fácil, descalzos y caminando por el barro llegaron a la estación de tren. Se cuenta que allí, Carlos, que nunca tomaba alcohol, tomó una grapa doble por el frío que hacía.
Fabricó un galpón y luego la vivienda familiar, que terminó en el verano de 1932. La galería que rodeaba la casa era la única sombra en ese desierto. Sólo arena, el mar y, a 32 km., la luz de Faro Querandí.
La llegada de la familia tampoco fue fácil, aún no había caminos y la casa sólo contaba con un pequeño calentador para cocinar y dos habitaciones para todos. Tampoco había nada cerca para comprar víveres.
Los primeros pinos plantados se habían secado y aquí comenzó una dura batalla contra la arena, el viento y el sol para que los pequeños árboles crecieran. Carlos sólo disponía de un fin de semana cada 15 días y ese tiempo lo dedicaba a plantar, plantar y más plantar. Vagones llenos de pinos fueron transportados hasta los médanos, pero sin mayores resultados. Pidió ayuda y contactó a un ingeniero agrónomo alemán, que aceptó mudarse a Argentina.
Los días más duros eran los de viento y lluvia. La arena tapaba los vidrios de las ventanas y las puertas quedaban selladas. En los días de calor y sol los niños iban a la playa y como reparo habían construido un refugio con techo de paja, su única sombra. Su mujer se las ingeniaba para cocinar con poco y nada.
Semillas de diferentes lugares del mundo eran traídas y probadas en el sitio. Cuando alguien le comentaba de alguna planta o semilla, Carlos ya la conocía, era difícil sorprenderlo pues había probado de todo… y el hecho de que no funcionase era desesperante. El mismo agrónomo alemán, luego de muchos meses, desistió de su tarea.
Llegó un momento crítico en la vida de Gesell. Los médanos aún no daban frutos y se llevaban mucho dinero cada mes; se había enamorado de la jefa de ventas de la fábrica, Emilia Luther, lo que causó gran revuelo. Carlos Idaho decidió liquidar sus asuntos de Casa Gesell y divorciarse. Viajó al mar y allí pasó un tiempo para curar las heridas. Tenía en ese entonces 46 años.
Dio revancha a la situación, trajo semillas de Alemania y EEUU, plantó semillas forrajeras para armar un entramado en la arena que sirviera de sostén a las raíces de lo que plantara, hizo hileras de un yuyo para parar el viento y armó un vivero en el primer galpón construido. Los habitantes del pueblo cercano que lo habían visto sembrar bajo la lluvia, trabajar día tras día, comenzaron a llamarlo “el loco de los médanos”.
En el año 1937 se mudó a la casa con sus hijos, Rosemarie y “Buby” y Emilia.
Gracias a la mente inventiva de Carlos se pusieron a prueba varios inventos; el de mayor resultado fue el “tubo embreado”, que constaba de un tubo de cartón pintado con brea en ambas caras. Allí se dejaba crecer al arbolito en su primera etapa para que las raíces se mantuvieran largas y al momento de trasplantarlas pudieran tener acceso al agua dulce, bajo la arena. Conformó también cuadrados de 10 metros de lado, trasplantando en su perímetro pastizales propios de la zona. Esa pared perimetral protegía las plantas en el interior; gramíneas y leguminosas que nitrogenan el suelo y lo asientan, para luego trasplantar los pinos.
Debía poblar la zona; lo hizo dejando los terrenos a bajo precio y dando beneficios a quienes allí se mudaban. Edificó una escuela primaria y pagó por un año el sueldo del maestro a cargo hasta que la escuela fue reconocida de forma oficial.
Los pinos fueron creciendo, los caminos se fueron demarcando y la villa se fue formando. Con el tiempo Don Carlos proveyó de un surtidor de nafta, grupos electrógenos, lugar para una proveeduría; en la casa, se recibía el correo para la villa. Se proyectó la calle principal y se vendieron “quintas” para tener ingresos y continuar con la forestación y urbanización. Construyó un albergue para turistas y con el tiempo también una cafetería y canchas de tenis.
Emilia, luego de mucho insistir, logró que se construyera una casa más grande y cómoda frente al mar.
Todos en el pueblo podían llamar a Don Carlos para consultarlo. Su día comenzaba a las 6 de la mañana y hacía un recorrido por todas las áreas.
Se había puesto en marcha también un cine, lugar de encuentro social para los lugareños. Como Carlos tuvo la idea de que, en vez de películas de entretenimiento, se proyectaran documentales, los espectadores fueron disminuyendo… Con el tiempo un cine privado se instaló en la zona.
Se cedió el edificio para la primera doctora que se estableció en el lugar: una médica, refugiada húngara, que visitaba a los pacientes a caballo.
Como había que construir antes de delimitar nuevos lotes, Don Gesell puso en marcha el “plan galopante”: si se construía en menos de seis meses, el valor del terreno sería del 50%. La construcción constaba sólo de la mampostería, el techo de tejas, 60 metros cuadrados como mínimo y sólo se exigía terminar lo exterior. El plan tuvo un éxito total.
Don Carlos Gesell hacía una vida sana, era partidario de la medicina natural. Vivió hasta los 88 años y pudo ver la Villa, ya como Villa Gesell, en su esplendor y con los pinos dando sombra, junto al mar.
MVCFuentes: “Carlos Idaho Gesell, Su Vida” de Rosemarie Gesell, Impresos Printer. Visita guiada en el “Museo y Archivo Histórico Municipal” de Villa Gesell.
Deja una respuesta