Esta etnia es originaria del territorio que hoy conocemos como Argentina. A la llegada de los conquistadores españoles ocupaban parte de las sierras pampeanas, en las actuales provincias de San Luis y Córdoba. Según cuentan crónicas de la época “era la provincia de la gente barbada”. Su antigüedad se remonta a 5000 años atrás, según los hallazgos arqueológicos, como puntas de flechas o lanzas realizadas en piedra correspondientes al período paleolítico.
La denominación “comechingón” se atribuye a la deformación de la palabra “kamichingan” de la etnia sanavirón con el significado “vizcacha” o “habitantes de cuevas”. Este grupo se organizaba bajo un sistema de parajes cuya expresión social era “ayllú”, que en quichua (variante del vocablo quechua utilizado en el norte de Argentina) equivale a “tribu”, “casta” o “familia” e incluía a todas las personas de un mismo linaje, que formaban una aldea. Éstos a su vez, se dividían en pequeños cacicazgos, que se encontraban bajo la dirección de un “cacique mayor” o “gran cacique”. Así cada “ayllú” funcionaba como un pueblo independiente. Los parajes estaban delimitados por “pircas” (largas paredes de piedra de un metro de altura) y grandes mojones megalíticos separaban el territorio de cada cacique.
Los asentamientos se conformaban por grupos de casas cavadas un metro y medio bajo tierra y sobresaliendo con piedras trabajadas, medio metro sobre la superficie. Alcanzaba los dos metros de altura, con un techo a dos aguas armado de maderas y paja. Cada vivienda albergaba a seis u ocho adultos y a tres o cuatro niños por pareja. Esto hacía que cada hogar alcanzara un número aproximado de 30 personas. Según datos estadísticos del año 1600, proporcionados por los sacerdotes y capitanes de la conquista, el número de aborígenes superaba las 60.000 personas, dentro del territorio demarcado por las pircas.
Sus costumbres eran sencillas. Trabajaban la tierra con arados de maderas, raspadores y palas. Además, poseían punzones y agujas de piedra o cuarzo, material muy abundante en las sierras cordobesas. En alfarería hacían recipientes adornados con llamativos dibujos geométricos. Elaboraban figuras antropomorfas (de aspecto o forma humana) y zoomorfas (con apariencia animal) en arcilla. También diseñaban y producían armas para la cacería y la defensa del grupo y del territorio. Contaban con bolas de piedra y hachas de excelente pulido.
Su alimentación era variada y abundante. Dependían de la agricultura, la recolección natural, la caza y la pesca. Consumían maíz o maishi, del que seleccionaban y guardaban las mejores semillas, en vasijas o cántaros para la resiembra. En las conanas o morteros molían el grano y obtenían la harina o polenta. De la algarroba fermentada hacían “aloja”, una especie de cerveza, destinada a ceremonias y fiestas; con la trituración de la semilla elaboraban harina, que llamaban “patay”. De la recolección participaba toda la tribu, y lo cosechado se almacenaba a un metro del suelo, en una especie de recipiente llamado “pirwa”, construido con el encastrado de troncos de madera.
También consumían porotos, zapallos, papa o chuna y una raíz muy buscada, la yuca. El “ají rojo del monte”, que hoy identificamos como “el ají de la mala palabra”, era parte de su dieta. Entre los frutos dulces que incluían en su alimentación estaba el “chañar”, de sabor agridulce, y el “piquillín colorado” muy dulce. Además, incluían la miel silvestre elaborada por las avispas.
Criaban, se vestían y alimentaban de vicuñas, llamas y alpacas. Otros animales que cazaban en la zona eran los hurones, vizcachas, zorros, liebres, mulitas, quirquinchos, iguanas, víboras, ñandú o suris, venados, ciervos, guanacos, jaguares o tigres americanos y pumas.
Los españoles que llegaron a esta zona de influencia, aprendieron de los comechingones el manejo del agua por medio de represas de piedra, acequias (zanja o canal pequeño) y las tomas (estanques), que ellos mismos tomaron del Imperio Incaico.
Los Comechingones eran adoradores del Sol y la Luna. Según sus creencias, el primero hacía producir la tierra, con su calor y fecundidad, mientras que la Luna influía en lo femenino y su brillo era propicio para la batalla nocturna. Los buenos y malos acontecimientos se festejaban en la casa del cacique principal por medio de fiestas y ceremonias, en las que se bailaba, cantaba y fumaba en pipa el polvo de la corteza del árbol de cebil. Otras actividades de la vida en comunidad eran las carreras pedestres y el lanzamiento de lanzas.
Esta cultura tuvo su máxima expresión en el arte rupestre del Cerro Colorado y en los petroglifos y pictografías que se encuentran en Ongamira y Observatorio, en las sierras de Córdoba; también en las pinturas de la gruta de Intihuasi en San Luis. Gran parte de su arte se encuentra hoy en colecciones privadas de países europeos y en Norteamérica.
Los pueblos originarios como los comechingones, sanavirones, huarpes o diaguitas (olongastas) poseen un origen, una lengua y una cultura propia que los distinguen. Con la llegada de los conquistadores, alrededor de 1573, se adoptó el quichua como lengua común, lo que facilitó el mestizaje, que fue una de las causas principales que llevó a la extinción de estas antiguas culturas.
Del pueblo comechingón perduran muchas palabras de su lengua como: “Pucará” fortaleza o fuerte para detener al enemigo, “Suquía” algo dulce o dulzura, “Nono” pechos de mujer, “Caroya” cañada, “Ascochinga” nombre del cacique principal, “Tanti” rincón de la sierra, “Intihuasi” casa del Sol y muchas otras que podemos encontrar recorriendo el territorio que fue su zona de influencia.
ML
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